En medio de la tragedia de la tormenta Sandy, hay que señalar otra de viejo cuño. Se cita a un boricua radicado en Nueva York: «Cuando se calmó todo, decidí venir a ver mi yarda, para ayudar a los vecinos y ver mis amigos». No hay que ser un experto lingüista para saber que el pobre compatriota se refiere a su patio, que él, en su ignorancia y desdén por su lengua, lo llama así, españolizando el yard del inglés. Ese fenómeno que alguien bautizó hace mucho tiempo como Spanglish se ha convertido en seña lastimosa de identidad de los puertorriqueños en Estados Unidos.
Resulta incomprensible que un hispanohablante, por menos escolaridad que tenga, diga disparates como éste. Si uno ha crecido hablando del «patio», mudarse para Nueva York y vivir mucho tiempo allá no justifica en modo alguno que se diga «yarda» o aquella otra lindeza, «marketa». Aunque ello mueva a risa, lo cierto es que una transculturación e interferencia lingüística de esta naturaleza constituye una desgracia personal y colectiva, pues desfigura la nacionalidad, convirtiéndola en una caricatura de sí misma.
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