El derecho administrativo puertorriqueño agoniza desde hace tiempo. La primera herida de muerte se la propinó el gobierno de Rosselló en 1993, cuando eliminó o debilitó docenas de reglamentos agenciales que protegían sustantiva y procesalmente derechos del ciudadano frente al Estado y a los grandes intereses económicos. Entonces se justificó esa «tala», aduciendo que se trataba de acabar con la «burocracia» que impedía el progreso económico del país. Pero, la verdad era otra, y los pasados 17 años la han demostrado. Sin la base jurídica apropiada, los individuos y las comunidades afectadas por el desarrollismo desenfrenado quedan en el desamparo jurídico. Una judicatura fruto del sectarismo ideológico y partidista se ha mostrado sumisa en demasía ante la «política pública» de los poderes ejecutivo y legislativo, emitiendo dictámenes de encargo fundados en la consabida «gran deferencia y respeto» a las decisiones agenciales.
Lo que ocurre en estos días con el gasoducto es el ejemplo más reciente. Las decisiones que favorecen ese proyecto ya están escritas en el Tribunal de Primera Instancia, el Tribunal de Apelaciones y el Tribunal Supremo. No importan argumentos o pruebas en contrario, el gasoducto va con el aval judicial. Porque, como habría dicho mi padre, ésta es «una pelea de tigre y burro».
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