No pidamos peras al olmo. La educación sexual en las escuelas públicas es un reflejo de los mores, más o menos oficiales, de nuestra sociedad. Partamos de la base de que la educación sexual debe ser de la competencia familiar primariamente. La escuela, entonces, debe tener un rol secundario en este asunto. Ocurre que, en nuestro caso, la Constitución manda que la educación propenda al «pleno desarrollo de la personalidad» y a trasmitir el «respeto de los derechos del hombre y de las libertades fundamentales». Nada más fundamental que la expresión libre y razonable de las inclinaciones que dictan el género y el sexo. Pero, la política pública -- intervenida indebidamente por la mojigatería religiosa -- evita un enfoque más ilustrado que el del derecho canónico medieval que nos atosigan funcionarios que hipócritamente emiten cartas circulares que parecen cartas pastorales.
La nueva versión de la normativa para la educación sexual está matizada de homofobia contagiosa y el desconocimiento de las realidades de los géneros que la ciencia nos revela y debemos atender sin oscurantismos eclesiásticos y moralistas. La educación es un proceso liberador, de apertura de horizontes y mentes, de entender y tolerar la diversidad. Ello es parte esencial de ese «pleno desarrollo de la personalidad» de los educandos, al que se refiere nuestra Carta de Derechos.
La cobardía moral de esta menguada educación sexual es una tara en nuestro desarrollo como pueblo civilizado.
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