La separación entre la Iglesia y el Estado es un valor fundamental en una sociedad secular y pluralista. No es una expresión de animosidad gubernamental hacia la religión, sino un deslinde de campos para evitar que, de un lado, haya una injerencia contraria a la libertad de culto y, del otro, una imposición de criterios sectarios.
Esa separación supone que el Estado no puede favorecer económicamente a las iglesias ni contribuir a su mantenimiento directamente. Por ello, las iglesias han buscado la forma de recibir fondos públicos mediante el establecimiento de programas de asistencia social que, aunque se consideran parte de su labor pastoral, no son de estricto corte religioso.
Es con respecto de esta vertiente del desenvolvimiento de la actividad eclesial que surge la controversia de hasta dónde puede el Estado imponerle normas de aplicación general relacionadas con el empleo y sus beneficios concomitantes. La cubierta de métodos anticonceptivos dentro del plan de salud de empleados de entidades asociadas con iglesias es una de esas controversias. En Estados Unidos, el gobierno federal ha dispuesto esa norma, y el sector religioso la rechaza, por considerar que vulnera su libertad de conciencia.
La Iglesia nunca ha sido tímida, al aprovechar las ventajas del César, mas siempre ha buscado que se le exima de las obligaciones que ello conlleva. La solución es sencilla: no acepte fondos públicos, y así no tendrá que someterse a los requerimientos que le son inherentes.
¿O acaso ya no se cree en que «Dios proveerá»?
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