domingo, 3 de enero de 2010

Todos somos «hijos de Dios».

Tiene mucha razón el portavoz de la comunidad de personas con preferencias sexuales distintas de la heterosexual en quejarse de la desigualdad que los aqueja, y en reclamar que esa brecha se cierre sin mayores dilaciones. Nuestra Constitución es meridianamente clara: «La dignidad del ser humano es inviolable» y no se admiten discrímenes basados en las condiciones inherentes al ser humano, como el color, el sexo, el origen nacional, etc. En los asuntos esenciales como la convivencia con otro ser humano en pareja y el empleo, no puede haber distinciones de índole negativa.

El país no puede ser rehén de costumbres, tradiciones o credos religiosos que excluyen a una parte de nuestros ciudadanos por considerarlos «abominables» a base de textos supuestamente inspirados por la divinidad. Ha llegado la hora de reconocerle a esa comunidad la plenitud de sus derechos como seres humanos y, si se quiere, hijos de Dios.