La reforma procesal que se anuncia luce positiva, para todos los que anhelamos que se haga cierta la vieja promesa de justicia rápida y económica como principio rector de nuestro ordenamiento jurídico. Ciertamente, siempre hay espacio para mejorar en el funcionamiento de los procesos civiles y penales. Pero, antes de batir palmas por este esfuerzo, hay que tener muy presente que, aunque necesario, esto no basta, pues la enfermedad no está en la sábana de las reglas procesales, sino en la desidia ancestral de abogados y de jueces, llamados a ponerlas en práctica. La historia del reformismo procesal es larga y está llena del fracaso de buenas intenciones. Las reglas nunca han sido tan defectuosas que quienes han querido aplicarlas para bien no han podido hacerlo. Lo que pasa es que ha faltado voluntad colectiva e institucional para hacerlas realidad. Estas reglas nuevas, y cualquiera otras que se aprueben, no van a resolver los graves problemas de la litigación como por arte de magia. Sin compromiso de cambio, las cosas seguirán más o menos igual.
Hace falta rigor y seriedad en la administración de la justicia. No hay reglas que valgan, mientras subsista la cultura de darle largas a los asuntos, concediendo aplazamientos a granel y accediendo a peticiones claramente dilatorias e improcedentes. El debido procedimiento de ley no da derecho a litigar todo ad nauseam. La oportunidad de ser oído tiene que tener unos límites más razonables. No puede haber tantos turnos al bate para todo el mundo. Hay que decidir con prontitud. La mejor regla es la de oro, también en el tribunal.
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