Esas controversias entre constuctores y desarrolladores, por un lado, y comunidades, por el otro, son, al decir de mi padre, «peleas entre tigres y burros». Máxime cuando al Estado lo representa un gobierno afecto en demasía a los intereses privados. De ahí que las agencias gubernamentales arrastren los pies en su función de velar por el bien común, y hasta se «pierdan» expedientes, como en el caso de Playa Almendro. Mientras tanto, los proyectos siguen adelante, hasta un punto en que son un hecho consumado y resultaría muy difícil - por lo menos para la flojera oficial - tomar medidas drásticas para que se respete un estado de derecho tardíamente declarado.
Esto lo sabe todo el mundo; por lo que la Constitución, las leyes y los reglamentos son letra muerta, y ya nadie se ocupa de cumplir con todo eso. Desde que se empieza a construir, ya se tiene en mente violar los permisos - los pocos que quedan - variando lo proyectado como venga en ganas, pues se sabe que eso no ha de tener consecuencia alguna.
Dentro de poco, habrá que eliminar el curso de Derecho Administrativo de nuestros estudios de abogacía.
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