Vamos a suponer que la decisión de nuestro Tribunal Supremo en el caso de la Diócesis de Arecibo es correcta, cosa muy debatible. Quizá, entonces, sea tiempo de revisar el privilegio de la relación religiosa o religioso y creyente, en el que se funda tan desafortunado dictamen.
Partamos de la base de que la pederastia es un delito gravísimo, y que el compromiso con combatirlo es real de todos los sectores de la sociedad. ¿Debe tolerarse que un tecnicismo dificulte la investigación y el encausamiento de los victimarios? ¿No debe quien conozca de esa actividad delictiva tener el deber legal de denunciarla y prestar todo su concurso a reunir las pruebas necesarias en su contra? La posición de que el Estado debe pasar trabajo de más investigando estos delitos, aun cuando la Iglesia pueda faciliar su labor, me parece de una inconsciencia monumental que no debe ser avalada jurídicamente.
Ninguna persona debe tener derecho de ocultar la comisión de un delito porque le resulte embarazoso o incómodo, pues, con ello, permite que el delincuente continúe sus fechorías. Creo que el secreto de confesión no puede tener ese alcance. Una cosa es que alguien le confiese a un sacerdote que le tiene envidia o mala voluntad al vecino -- actitud meramente pecaminosa -- y otra muy distinta es que le haya causado un daño tipificado como delito. La denuncia del delito no puede dejarse al arbirtio de la víctima ni de un religioso a quien se lo haya confesado. Ninguno de los dos tiene el derecho de permitir que el criminal siga haciendo de las suyas, que es lo que ha ocurrido con los pederastas en el clero.
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