Dan de qué hablar los recientes acontecimientos en el Tribunal de Estados Unidos en Puerto Rico relacionados con el caso del exsenador Héctor Martínez y su compinche Juan Bravo.
Lo primero es el mucho tiempo -- un año -- desde la condena hasta la sentencia, en un tribunal que se jacta de su diligencia y eficiencia. Hay que suponer que ambos -- sobre todo Martínez -- han estado negociando su sentencia, a cambio de inculpar a otros, en lo que es el cuento de nunca acabar en la corrupción en nuestro país. Y deben haber embarrado a muchos otros, a juzgar por esa sentencita de cuatro añitos. Si a eso le añadimos que a Bravo le van a permitir entregarse, a plazos cómodos, a mediados de abril, entonces, tanta amabilidad no puede salir de la bondad del corazón del juez Besosa.
Sobre este último, no se puede pasar por alto su desliz de hace un par de días, cuando, burlonamente, comentó la ausencia de los legisladores que durante el juicio acompañaron a Martínez. Aunque aquella comparecencia fue impropia, el comentario del juez rezuma falta de ecuanimidad, temperamento judicial y «pasión, prejuicio y parcialidad». No me sorprendería que figurara como uno de los señalamientos de errores en la apelación que ya se ha anunciado.
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