La Constitución es clarísima: las playas son públicas. Puede haber accesos privados, pero siempre tiene que haberlos para el público general. No obstante el conocimiento general de este principio, los grandes intereses económicos - y otros no tan grandes - insisten en coartar ese derecho. Los primeros, para ofrecerle a su clientela el atractivo de la private beach, y los segundos, para sentirse como potentados de poca monta.
Para justificar candados y verjas, se esgrime el argumento de la seguridad y los problemas de orden público que generan algunos de los que acuden a las playas. ¡Hombre, pues cerremos parques, plazas y otros espacios públicos en los que se suscita conducta indeseable! La verdad es que este problema - que no es nuevo, pero se ha recrudecido - es secuela de la obsesión con los controles de acceso que aqueja al país. Es el encastillamiento de la vida puertorriqueña, producto de afanes de distinción y exclusividad de un pueblo pobre con ínfulas de rico.
No hay comentarios:
Publicar un comentario