Los gobiernos municipales nunca han sido modelos de pulcritud; todo lo contrario. El cacicazgo que los ha caracterizado, invariablemente, lleva a la corrupción consuetudinaria. La situación actual en varias alcaldías del país responde a esa tradición malsana. El caso del alcalde de Maricao es el colmo de los colmos, por su desfachatada reincidencia y actitud de burla de los principios más elementales de la administración pública. Este individuo y el resto de la comparsa alcaldicia que la prensa resume hoy creen que la alcaldía es su finca, en la cual pueden poner a trabajar a sus parientes y dolientes, sin ninguna consideración del principio de mérito y las prohibiciones éticas contra el nepotismo. Mandan a hacer obras privadas con dinero público, con total tranquilidad de espíritu. El de Corozal ha tenido la osadía de contratar con fondos públicos su defensa legal por esos desmanes. Y encima de eso, algunos alegan desconocimiento de las normas que han infringido, como si, aunque fuera cierto, -- que no lo es -- ello los relevara de responsabilidad.
Más allá de las sanciones administrativas o penales que les caben a estos descarados, la que les debería caer es la del repudio de los votantes de sus pueblos. Pero, ya estoy pidiendo mucho.
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