La legítima defensa -- popularmente conocida como defensa propia -- es un derecho universalmente aceptado, por razones obvias. El caso de la peluquera baleada por un asaltante, que a su vez disparó contra su agresor, trae el tema al tapete, y amerita unas precisiones, sobre todo, en vista de la forma en que el marido de la víctima parece haber encarado esta situación.
El hombre, un expolicía, en sus manifestaciones acerca del incidente, ha dado muestras de una actitud algo belicosa, que desentona con la proclamación del Evangelio que dice compartir con su esposa. Si bien tiene razón en que nadie tiene que consentir su muerte a manos de otro, levanta sospecha su particular lectura del «no matarás» como «no asesinarás», y su comentario socarrón de que él está dispuesto a facilitarle a cualquiera que lo ataque el encuentro con el Señor, es decir, matándolo. Evidentemente, el individuo cree en la pena de muerte, por parte del Estado o de él mismo.
Hay que tener en cuenta que, al repeler legítimamente una agresión, no debe usarse más fuerza que la que sea estrictamente necesaria para ello. Al igual que en el caso de la policía, el ciudadano no debe incurrir en un uso excesivo de la fuerza ni emplear medios desproporcionados a la agresión de la que es objeto. Dicho de otra manera, un ataque a la persona no es una «licencia para matar» con saña como respuesta.
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