Un nuevo dictamen judicial en un caso de tránsito vuelve a causar desazón, extrañeza y frustración. Un conductor ebrio que manejaba a exceso de velocidad impactó un vehículo, causándole la muerte a dos niños que iban de pasajeros. Inexplicadamente, la juez lo declaró culpable de manejar en estado de embriaguez nada más. Ergo, los niños se «suicidaron». Aparentemente, - porque, como de costumbre, no se ofrecen explicaciones para estas decisiones - el conductor tenía la luz verde a su favor, aunque parece que el semáforo no funcionaba bien, lo cual explicaría la «imprudencia» del otro conductor. Por supuesto, un conductor sobrio, transitando a velocidad prudente, pudo haberse percatado de la situación y evitado la tragedia. Pero, todo parece indicar que la juez creyó que la «negligencia» del otro cancelaba la del conductor ebrio que volaba bajito, criterio tan sorprendente como errado.
El hecho de que el causante de las muertes sea un policía plantea la sospecha de trato especial. Este caso ha tardado cerca de dos años, y en la esfera administrativa de la Policía aún está pendiente, como si el asunto fuera un «misterio teologal». He dicho antes que en nuestro país parece haber una renuencia institucional a condenar severamente a los causantes de muertes en «accidentes» de tránsito.
Decía un viejo profesor de Derecho que los abogados y los hombres casados siempre tenemos que dar razones. Los jueces - y las juezas, para complacer a las feministas furibundas - deben explicar decisiones como la de este caso, en que no se trata de un mero choque sin mayores consecuencias. Si las razones son buenas, no debe haber inconveniente en darlas. De lo contrario, se da margen a especulaciones que le hacen daño al Poder Judicial, minando la confianza y el respeto que lo legitima socialmente.
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