En Puerto Rico se hacen muchas cosas meramente porque el gobierno de Estados Unidos las impone, independientemente de si son necesarias o resuelven algún problema apremiante en nuestro país. Un ejemplo relativamente reciente es la llamada Ley HIPAA de 2003. Aunque este estatuto tiene otros alcances, el de mayor trascendencia es el relativo a la confidencialidad de la información sobre la condición de salud y el tratamiento del paciente. La pregunta que uno se tiene que hacer es: ¿era éste un problema real? También hay que preguntarse si esta ley resuelve algo.
Francamente, me parece que aquí no había un problema con este asunto. En primer lugar, siempre ha habido cierto grado de discreción en los consultorios médicos, los hospitales y los laboratorios clínicos, por parte del personal. La indiscreción siempre ha surgido de parte de los propios pacientes, quienes no tienen empacho alguno en comentar en voz alta, con lujo de detalles, sus dolencias y tratamientos, mientras esperan durante largas horas a que se les atienda. Amén de que el derecho a la confidencialidad es del paciente, y como casi todos los derechos, es renunciable, cosa que resulta evidente de hablar libremente en público sobre estos temas de la salud.
La ley pretende crear unas zonas que impidan que se escuche lo que se habla sobre la condición de salud y lo que se ha de hacer al respecto. Lo que sucede es que la inmensa mayoría de consultorios, hospitales y laboratorios no están habilitados ni pueden estarlo razonablemente para proveer esos espacios. De la única manera que eso se puede lograr es que los pacientes sean atendidos en todo momento dentro de una oficina cerrada, algo que resulta impráctico e improbable. Con todo y las famosas rayas en el piso, las distancias de las que se puede disponer son claramente insuficientes para evitar que se escuche la conversación con los pacientes. A ello hay que añadirle el hecho de que, por razones de seguridad, en casi todos estos locales se ha colocado un cristal, con apenas una pequeña abertura en la parte inferior, entre el personal y los pacientes. Ello obliga a que se alce la voz, de parte y parte, para hacerse oír. De esta manera, se echa por tierra la pretendida confidencialidad. Añádase el hecho de que muchos pacientes de edad avanzada no oyen bien, y se tendrá el cuadro completo de cómo nos enteramos todos del estreñimiento y las hemorroides ajenas.
En fin, los congresistas americanos - que muchas veces tienen menos que hacer que nuestros legisladores - lo que han logrado es un despropósito. Ni siquiera la cura del hipo.
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