Hay gente que tiene más vidas jurídicas que un gato. John Demjanjuk, acusado y condenado por crímenes de guerra nazis en más de una ocasión, sigue dando candela en dos continentes. Luego de ser despojado de la ciudadanía de Estados Unidos y deportado a Israel, donde fue condenado, ambas decisiones fueron revocadas, por dudas sobre su identidad. Posteriormente, fue deportado a Alemania, donde en mayo de 2011 fue condenado por complicidad en 28,000 asesinatos en campos de concentación nazis. Increíblemente, la pena que se le impuso fue de cinco años de reclusión, la que no cumple por razón de su edad --91 años -- y de que está en una silla de ruedas. No conforme con ello, ha impugnado su sentencia, basado en la alegación de que el FBI ocultó prueba exculpatoria.
Dejando a un lado su culpabilidad o no culpabilidad, lo que resuta escandaloso es la sentencia tan breve, por su participación -- cualquiera que haya sido -- en ese número de crímenes horrendos. Aunque una pena mayor no sería, a todas luces, ejecutable, lo cierto es que, como cuestión de principios y expresión de repudio a una acción monstruosa de tales proporciones, debió producirse una condena mucho mayor. Si bien en todos los sistemas jurídicos la edad avanzada y la fragilidad del convicto deben ser tomados en cuenta como atenuantes, hay algo profundamente malo en un sistema jurídico que es capaz de producir un resultado tan absurdo. Es como si, en el fondo, no se le quisiera condenar y, al no tener otro remedio, se buscara la forma de castigarlo lo más levemente posible.
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