El caso del alcalde de Vega Baja es el capítulo más reciente de la historia de la corrupción municipal, renglón destacado de la corrupción general en el país. La historia en este aspecto es larga, bien poblada y pone de manifiesto el maridaje entre los políticos y el sector privado. Los alcaldes - no importa el tamaño de su ciudad o pueblo -, por un lado, consideran suyas las arcas municipales y, por el otro, ven en su cargo una oportuniddad dorada para «salir de pobres», vendiendo favores a comerciantes, empresarios y desarrolladores de toda su comarca. La gente del pueblo, hija del caciquismo que nos es endémico, en el fondo no ve algo malo en esto, siempre que, de alguna manera, le toque su parte. De ahí la tolerancia - a veces infinita y reflejada en las urnas - de los malos manejos de un alcalde.
Este cinismo oportunista, con frecuencia, explica veredictos absolutorios que, de otra manera, resultan inexplicables. La gente defiende a su alcalde, por afiliación partidista, conveniencia y ventajería. Cuando no se quiere creer la prueba de cargo, no se acepta la verdad ni aunque sea tan grande como el proverbial «templo». A eso es a lo que se refiere el fiscal López Cintrón, cuando advierte que, a pesar de los 14 testigos y la prueba documental que posee, el resultado le podría resultar adverso.
Esperemos que no.
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