En estos días, cuando algunos celebran lo que ellos consideran un rumbo positivo para Acevedo Vilá en su juicio, conviene insistir en una distinción esencial en el derecho penal, entre «inocente» y «no culpable.» Lo primero supone una ausencia de culpa basada en una ausencia de maldad o malicia. Es, sobre todo, un concepto moral. Por eso es que no se usa formal u oficialmente en el derecho penal. En su lugar, se habla de lo segundo, que lo único que significa es que, a juicio de un juez o un jurado, no se ha probado una responsabilidad por unos hechos delictivos, conforme a unas normas que suelen ser muy estrictas y técnicas.
De manera que un fallo o veredicto de «no culpable» no siempre es algo que debamos celebrar o sentirnos orgullosos de ello. Sobre todo, cuando la prueba desfilada, aunque insuficiente en derecho, revela una conducta impropia y reprochable. Cuando escucho a algunas personas que, en otras circunstancias, han predicado la moral pública, disfrutar, anticipando un dictamen absolutorio, me parece muy trágico porque hacen abstracción de la totalidad de la prueba, para concentrarse exclusivamente en lo que atañe a Aníbal. Poco importa lo que todos los demás han hecho y admitido, en tanto Acevedo Vilá salga bien.
Los que ayer decían que era imposible que Rosselló desconociera las cosas malas que hacían sus allegados, e insistían en que poco importaba la ausencia de prueba directa que lo vinculara con ello, hoy exhiben una credulidad extraordinaria e insisten en que hay que probar ese vínculo directo con Aníbal. Lejos de condenar los malos manejos, se limitan a decir que eso siempre se ha hecho y que todo el mundo lo hace. De manera que la moral pública es para aplicársela al adversario, según estos compatriotas, hombres y mujeres buenos, cuyo sectarismo les ha nublado el entendimiento y «enredado el espíritu.»
Como no somos «inocentes» - en su sentido prístino - no debemos ser «culpables» de usar esta doble vara, no importan afectos y afinidades de clase alguna.
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