El fascismo es contagioso. El foco de infección americano se tornó virulento a partir del 11 de septiembre de 2001, y los europeos lo padecen desde entonces. Hasta los holandeses, que suelen ser muy liberales y progresistas en sus cosas, han caído víctimas de la epidemia de intolerancia y paranoia. De ahí que aprobaran en 2009 una ley que autoriza a las empresas telefónicas a retener durante un año la información de la actividad de sus clientes, para darle acceso a ello al gobierno. Tal gestión no estaba sujeta al escrutinio administrativo ni judicial.
El Tribunal de Distrito de La Haya acaba de dictaminar que la ley viola la Carta de Derechos Fundamentales de la Unión Europea, en lo relativo al derecho a la intimidad de los ciudadanos. Con ello, rechazó la alegación del gobierno holandés al efecto de que se hacía necesario tan amplio margen de invasión a la privacidad porque no podía determinar a priori quiénes son sospechosos de terrorismo y otros delitos. En otras palabras, pedía un cheque en blanco para husmear en las comunicaciones privadas, sin tener «motivos fundados» para creer que fueran parte de una actividad delictiva. Imagínese el lector lo que significaría aceptar ese mismo criterio para toda la investigación criminal en una sociedad.
Por ahora, La Haya ha puesto su dedo en el hueco en el dique que contiene las aguas del fascismo holandés.
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