Es el tribunal el que adjudica la culpabilidad o la no culpabilidad de un acusado. Aunque lo hace a base de la prueba presentada por el Ministerio Público y refutada o no por la defensa, ese rol aparentemente pasivo no lo exime de su cuota de responsabilidad por los fracasos de la justicia. Como es natural en un proceso adjudicativo, en cada etapa de los procedimientos judiciales mucho depende de la «apreciación de la prueba», un ejercicio de gran subjetividad. Sorprende a veces que, a pesar de un quantum razonable de prueba, el juez no encuentre «causa probable» para arrestar o para acusar. Igualmente ocurre cuando absuelve por «duda razonable» que resulta irrazonable para el resto de los mortales, incluidos los bien informados sobre estos asuntos. Ni decir que hay sentencias que son francamente escandalosos abusos de discreción.
En el ejercicio de su discreción pesan mucho ciertos factores sobre el juez. Algunos carecen del grado de inteligencia necesario para desempeñarse adecuadamente. A otros les falta la sensatez y el sentido común que deben complementar la preparación académica y profesional. Incluso los hay que están aquejados de alguna condición física o mental que los incapacita para desenvolverse de manera óptima en el estrado. Aunque suelen ser los menos, la ética personal y profesional de algunos deja mucho que desear. En todos estos casos, la situación es más o menos conocida por el foro, pero un sentido equivocado de compañerismo y el afán de mantener la mística de la pureza de la judicatura propician condescendencia y tolerancia mal empleadas. Ello permite «errores judiciales» que no siempre pueden ser corregidos en instancias apelativas.
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