Imponer penas ridículamente bajas por delitos de corrupción, o premiar por «cooperar», concediendo toda clase de beneficios penológicos a funcionarios públicos condenados por dichos delitos es una burla a la sociedad y un abuso de discreción de las autoridades pertinentes. La pena tiene varios fines, uno de los cuales es expresar el repudio de la sociedad al autor de los hechos, a base de una valoración de su conducta delictiva. Si es muy corta, el mensaje es claro: lo hecho no es tan malo. Es decir que traicionar la confianza que el pueblo ha depositado en quienes ha elegido o seleccionado para atender el interés público es cosa de poca monta.
Pero, es el caso que debe ser todo lo contrario. Son ellos quienes deben recibir un castigo ejemplarizante, que sirva de disuasivo a los que se vean tentados a faltar a la ética y a la ley. La situación actual propicia que se haga el cálculo de que delinquir es rentable, pues llevarse los proverbiales «clavos de la Cruz» sólo aparejará dos o tres añitos en la cárcel, un buen negocio, bien visto.
La corrupción hay que atacarla con hechos concretos, no con retórica hueca.
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