El vocablo independencia, tan justamente celebrado en todas partes del mundo y en todo momento de la Historia, es voz «maldita» en esta maldita colonia. Para muchos es impronunciable, casi una blasfemia contra la «Divinidad» del In God We Trust de Estados Unidos de América.
No obstante, hay otra independencia muy cacareada, la judicial, por la que otros tantos se rasgan las vestiduras a cada rato. Sucede que mal entendida y peor aplicada, pues ha servido para un encastillamiento que ahora se comienza a ver que ha escondido un proceder contrario a los mejores intereses de la justicia y el buen gobierno. Durante mucho tiempo el énfasis de los adalides de la independencia judicial ha estado en la autonomía presupuestaria del Poder Judicial y la seguridad económica de los jueces. Nada malo en ello.
Pero, la verdadera independencia judicial está expuesta clara y sucintamente en la siguiente acepción de la palabra «independencia»: «entereza, firmeza de carácter». Esa es la que no se fija en «salarios y emolumentos» ni en pensiones. Ni está pendiente de ascensos o renominaciones.
Se le atribuye a José de Diego haber dicho: «El peor enemigo de la independencia es el cheque». Tenía razón, tanto en la política como en la vida personal y profesional.
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