Hay 16 países latinoamericanos que se han unido al Gobierno de Estados Unidos en el pleito presentado para detener la implantación de la nueva ley de Carolina del Sur que otorga poderes a la policía del estado para realizar acciones que podrían resultar persecutorias contra los inmigrantes. Aunque en ese grupo hay países como Bolivia, Ecuador y Nicaragua -- considerados adversarios de Estados Unidos -- el resto son más o menos «amigos» de los americanos. El planteamiento general es que esta ley afecta las relaciones comerciales, turísticas y de otra naturaleza entre esos países y Estados Unidos. A eso se une el reclamo central del gobierno federal: que los asuntos inmigratorios son de la sola jurisdicción del nivel nacional, por lo que no se puede permitir la fragmentación del estado de derecho que supone que cada estado legisle sobre el particular. Los estados, por su parte, sostienen que se han visto obligados a hacerlo porque el gobierno federal no ha sido eficaz en detener la ola de inmigrantes ilegales.
Este es el eterno problema del federalismo norteamericano: el balance de poder entre el gobierno nacional y los gobiernos estatales. De entrada, uno pensaría que el asunto está resuelto a favor del gobierno federal. Pero, la xenofobia rampante en el país ha tomado cuerpo legislativo con inusitada fuerza en varias jurisdicciones, y el derecho --forzoso es admitirlo -- puede justificar casi cualquier cosa. Jueces racistas le darán su imprimatur a leyes como ésta; los que no lo son, las invalidarán.
En el Tribunal Supremo no se sabe si prevalecerá su inclinación por no llevarle la contraria a la Rama Ejecutiva nacional o la xenofobia disfrazada de la doctrina de states' rights.
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