Se acerca el momento de la «suprema definición» sobre el matrimonio homosexual en Estados Unidos. Tanto los estados que lo aceptan como los que lo prohíben le han pedido al Tribunal Supremo que decida, de una vez y por todas, si le da el sí a las parejas del mismo sexo o las mantiene como novios o novias. Quince estados lo permiten y diecisiete se resisten a este tsunami histórico hacia la igualdad. Hoy por hoy, no hay asunto que ocupe más a los tribunales americanos que éste, y hay que darle un final feliz o infeliz a este Love Story.
Ocurre que en la federación americana los estados conservan autoridad sobre un sinnúmero de asuntos, pero el gobierno federal tiene la última palabra en lo que respecta a «derechos fundamentales». La pregunta se cae de la mata: ¿Qué puede ser más fundamental que el derecho a casarse con la persona que se ama? A esto hay que añadir que es inaceptable discriminar por características de un individuo, como su color o procedencia nacional o social, pues no son cosas que el individuo pueda cambiar. Igualmente, la inclinación sexual es algo inherente a la persona, por lo cual es impermisible penalizarlo por actuar conforme a su naturaleza en el plano afectivo.
El asunto tiene interés particular para nosotros en Puerto Rico, pues, como colonia de Estados Unidos, estamos sujetos también a la cláusula de supremacía de la Constitución de ese país y, por ende, a los dictámenes de su Tribunal Supremo en cuestiones fundamentales. Así que agárrense los curas y pastores que ponen el grito en el cielo con la posibilidad del matrimonio homosexual, y a la vez son anexionistas o autonomistas.
Prepárense para ir al Tribunal Celestial...
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