Estados Unidos tiene una larga y deshonrosa trayectoria de no ratificar cartas, convenciones, convenios o tratados internacionales en pro de una humanidad más equitativa y justa. Su prepotencia imperial le impide sumarse a estos acuerdos o conciertos de voluntades, pues los ve como una cesión de su hegemonía.
Un ejemplo «actual» surge con el llamado de la ONU a que se ratifique la Convención sobre los Derechos del Niño -- que para estos fines son los menores de 18 años -- un instrumento aprobado en 1989. Hay solo tres países que se han negado a ello: Somalia, Sudán del Sur y Estados Unidos. El dato es muy elocuente y revelador. ¿A qué se debe la renuencia americana a dar su aval a un documento que, entre otras cosas, compromete con la lucha contra el empleo de menores como combatientes, la venta de niños, la prostitución y la pornografía infantiles?
La respuesta se encuentra en el alcance y la amplitud de la protección a los menores, una que traciende fronteras y acompaña a los sujetos sin distingos de clase alguna, independientemente de situaciones migratorias o legalidad de residencia. Evidentemente, la xenofobia estadounidense, y su mezquindad con los indocumentados, no les permite suscribir los términos humanitarios de la Convención.
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