Desde hace un par de años se discute en Holanda el caso de un miembro del Parlamento y dirigente político de extrema derecha acusado de cometer «crímenes de odio» contra los musulmanes, por expresiones xenofóbicas en su contra. La defensa ha estado basada en el derecho general a la libre expresión, amén del que cobija la de índole política. El asunto ha dado lugar a fallos contradictorios e incongruentes en las distintas instancias judiciales por las que ha pasado, inclinándose algunas veces por una lectura muy liberal del derecho a la expresión, y otras valorando más el daño al grupo objeto de la inquina.
Estas controversias se suscitan con cierta frecuencia en varios países, en los cuales, incluso, se ha legislado para prohibir manifestaciones públicas ofensivas a grupos étnicos, raciales o religiosos. Ocurre que hay quienes encubren su odio con el manto respetable del derecho a la expresión libre. Pero, no puede ser legítima una prédica que, aunque no incite a la violencia explícitamente, lo haga implícitamente. Cuando se le adjudican todos los males sociales a cierto grupo, es claro que hay un llamado a que se actúe para eliminarlo: «Muerto el perro...». Así empezó Hitler en 1933, y sabemos cómo acabó.
El Derecho no puede interpretarse de espaldas a la realidad, como si fuera un ejercicio de salón de clase. Esperemos que el Poder Judicial holandés haya aprendido esta lección.
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