Si bien somos un pueblo hospitalario -- quizá demasiado -- la xenofobia no nos es ajena. Ese defecto moral se ha hecho más patente desde que comenzó la ola inmigratoria dominicana, sobre todo en su vertiente indocumentada. Resulta innegable que hay además un fuerte elemento racista, pues muchos de los que llegan a nuestras playas son negros de diferentes tonalidades. Aunque somos un pueblo mulato, tenemos el afán de blanquearnos y de fingir en lo que respecta a nuestra verdadera condición racial.
Hay entre nosotros otra clase de xenofobia; una con raíces ideológicas. En el sector anexionista, hay elementos que llevan su apego a Estados Unidos a niveles enfermizos, rechazando cualquier manifestación positiva hacia otro país. En el caso de España, por ejemplo, se cultiva cierta hispanofobia, predicada en un rancio resentimiento por el coloniaje de cuatro siglos. Esta actitud absurda se extiende a los pueblos latinoamericanos, cuya presencia económica aquí disgusta, mientras se acoge con beneplácito la de Estados Unidos, nación que se tiene como propia.
Así de desquiciados viven muchos puertorriqueños, luego de 116 años de coloniaje yanqui.
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