He dicho antes que el Derecho no puede solucionar satisfactoriamente todos los problemas individuales y colectivos. Hay desgracias personales para las cuales no existen remedios jurídicos o los que se pueden proveer tienen grandes limitaciones. La reflexión viene a cuento por dos asuntos que ocupan la atención de la prensa hoy: el pleito de clase sobre los derechos de los niños impedidos a una educación especial y los servicios de salud mental.
De entrada, se trata de poblaciones considerables, compuestas mayoritariamente por personas de escasos recursos económicos, lo cual supone una carga onerosa para el Estado, aún en época de buena salud fiscal, que no es el caso actual. En segundo lugar, por la naturaleza de las condciones o dolencias, los tratamientos son continuos y de por vida, la mayor parte de las veces. Por lo tanto, el dinero, el personal y el tiempo que hay que dedicarle resulta en un montaje muy difícil de manejar.
Los tribunales tienen grandes tropiezos para hacer cumplir sus dictámenes en estos casos, pues no están habilitados --ni deben estarlo-- para llevar a cabo funciones gubernamentales ejecutivas. Dependen, entonces, de comisionados, monitores u otras figuras ancilares para velar por el cumplimiento de lo dispuesto. El problema es que se entra en el terreno de la apreciación y la subjetividad acerca de lo que constituye un nivel de cumplimiento aceptable, en lo que respecta a situaciones matizadas por el sufrimiento de seres queridos víctimas de enfermedades, y a la inconformidad crónica ante la crueldad de la vida. Ante todo ello, es ilusorio pensar que los malletazos y las sentencias sean capaces de enderezar lo torcido por el Destino.
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